El monstruo de los lácteos 

El jueves noche es el día oficial del peso. Mi marido y yo, antes de irnos a la cama, pasamos por la báscula. Ambos estamos intentando perder peso… otra vez. En realidad, al que más le urge adelgazar es a él, pero yo, en solidaridad he decidido apoyarle. Y, de paso, si puedo perder algo de peso para el próximo verano, a ver si esta operación bikini sale un poco mejor que la anterior. 

Mi marido, el pobre, lo intenta y lo intenta, pone buenas intenciones, empieza bien, pero, poco a poco se diluye como un azucarillo en uno de sus cafés hasta arriba de nata. Tiene una gran debilidad por los lácteos, sobre todo por los quesos: come cualquiera, desde el azul más contundente hasta un queso bola suave, suave. Lo último que hemos probado para controlar su adicción láctea es eliminarlo todo de casa. Es una decisión radical, pero por probar, que no quede.

No solo ha desaparecido el queso de la casa, sino también la leche y los yogures. ¿Los yogures también? Sí, porque a mi marido le van los griegos que, en realidad, son una buena fuente de azúcares que no le conviene nada de nada. Y así, al abrir la nevera, nos ciega su luz… porque está semivacía. 

Los dos o tres primeros días de plan antivicio no fueron mal: pero a mi marido le ha empezado a cambiar el carácter, él siempre tan bonachón, se ha vuelto agrio y huraño. Es la letra pequeña de casi cualquier dieta, pero como esta vez nos hemos puestos en serio, él lo está notando más que nunca. Pero cuando llega el jueves de pesarse, es cuando a los dos, por fin, nos viene una sonrisa: vemos que la báscula vuelve a ser nuestra amiga y que tanto sacrificio sirve para algo. 

Cuando fuimos el otro día al supermercado, pillé a mi marido, como un perro apaleado en el pasillo de los quesos, mirando para un queso bola como diciendo: “tú y yo, que hemos pasado tantas meriendas juntos”. Y cuando me acerqué y le dije que cogiera uno, que por una vez no pasa nada, me ha mirado y ha dicho: “no, cariño, hay que ser fuerte”.